El coste del aburrimiento
Parte I: Aburrirse en la interfaz
Esto que habéis escuchado es Recuerdo Infantil de Antonio Machado, una de las creaciones literarias que mejor representan para mí lo que significa el aburrimiento. Para recitarlo me he servido de la tecnología de síntesis del habla de Monoceros Labs (estudio de innovación en el que trabajé entre 2022 y 2024).
Y he utilizado una clonación de mi voz (y mi voz real como eco). Es una voz sintética creada con inteligencia artificial generativa que suena como yo, que ha aprendido a imitar algunas de las características de mi estilo de habla, como mi acento o mi prosodia y que hace lo que puede teniendo en cuenta que no entiende absolutamente nada (por el momento) de lo que está leyendo por muy bien escrito que esté.
Sin embargo, cuando la uso siento que me representa, que me identifica artificialmente. Es como un eco que me deforma ante vuestros oídos en alguien quizá torpe y monótona, pero también me libera de lo físico y lo material, y me permite proyectarme sin la carga del cuerpo.
Hola todos y todas, soy Carmel Hassan Montero.
Soy ingeniera informática y diseñadora de interacción, y esto sólo significa que he pasado la mayor parte de mi tiempo profesional dedicada a entender y proponer fórmulas, más o menos sencillas, para que las personas podamos aprovechar el potencial de la tecnología como herramienta que es, sin demasiado esfuerzo.
En este sentido, he tratado de aprender cómo se diseñan, cómo se construyen y cómo se usan las máquinas y los sistemas de información automática, para que tengan siempre un valor para las personas y su entorno.
Creo que el diseño es una actividad profesional intencional y persigue la idea fundamental de crear cosas que sirvan a un propósito, por lo tanto entender ¿cuál es ese propósito? ¿cómo es ese proceso creativo? y ¿para quién diseñamos el qué? Son preguntas para las que trato de buscar respuesta habitualmente.
Eso sí, asumiendo una peculiaridad: el mundo digital (en el que trabajo) es también un plano de existencia y las interfaces (las que diseño) son mediadoras de la interacción, y son las que dibujan la frontera, las que nos dan (o no) acceso y las que nos ofrecen la oportunidad de transformar y ser transformadas.
De alguna forma: los límites de mi interfaz (mi lenguaje) son los límites de mi mundo. Y son estos límites los que me propongo explorar con vosotras hoy para analizar el coste del aburrimiento en la red.
Creo importante que entendáis a qué dedico mi tiempo, porque detrás de esto hay muchas, muchísimas cosas que se me escapan y, en cualquier caso, lo que sé y lo que desconozco os ayudará seguro a situar mis palabras en el lugar adecuado.
Otra de mis grandes dedicaciones del día a día, va más allá del trabajo y es la de tratar de disfrutar y desarrollar relaciones personales significativas con la gente que tengo cerca. Construir redes sociales. Creo que es algo que todas hacemos (o, por lo menos, lo intentamos).
En mi caso empiezo por mi familia (mi hija, mi pareja) y también con mi tribu. Esas personas con los que convivimos y con los que compartimos muchas de las ocupaciones y preocupaciones de nuestra vida.
Son las personas, estas personas, las más cercanas, las que nos aportan todos esos sentimientos de satisfacción, de seguridad, de ilusión, de motivación por hacer cosas. Las ganas de vivir, en resumen. Aunque son también ellas mismas (nuestro recuerdo infantil) las que nos llevan “cada mañana, cada semana, con las mismas historias y las mismas caras” hacia la monotonía, el tedio, la frustración y por supuesto al aburrimiento.
Every morning,
Every week,
Same stories,
Same faces,
No feelings,
No smiles,
No lovers,
No life.
Have you ever believed that there’s a chance for us?
– Canción ‘Different World’. Álbum ‘Don’t stop till you get enough’. Grupo ‘The Leadings’.
Hace no muchos años, en una tierra no muy lejana, cuando aún sentíamos las últimas réplicas del terremoto de las puntocom, vimos cómo unos chicos blancos usaron el dinero de sus padres y acceso privilegiado a la red de estudiantes más exclusiva y elitista del mundo para desarrollar una idea que lejos de ser original, se convertiría en preludio de la digitalización de las relaciones humanas.
Os hablo, por supuesto, de Facebook, un nuevo terremoto digital y todas sus réplicas: Twitter, TikTok, Instagram, Threads…
A estos hombres de negocios (porque recordad, que la tecnología parece no poder llamarse tecnología si no trae un modelo que la haga rentable o no esté dentro de una esfera de poder, dejando excluidas, entre otras, a las tecnologías para reducir el trabajo doméstico).
Estos expertos (en negocios) no tardaron en identificar cuáles eran los elementos que por diseño, disparan nuestro comportamiento hasta hacerlo rentable.
Llenaron las estanterías de literatura que justificaba la creación de productos emocionales, viscerales, que reflejasen el yo, y lo extendiesen más allá del artefacto para llevar a las masas esas nuevas experiencias (de usuario, qué palabra más oportuna para un nuevo mercado).
Orgulloso Norman, quien introdujese el término en un sector donde antes todo esto era… ¿ingeniería de la usabilidad?
Los gurús de los que hablo han sabido recoger lo sembrado por la academia y exprimirlo (en un bello pero inútil exprimidor) para demostrar que lo anterior era pura teoría y que la única práctica posible era la que funcionase en un mercado libre y altamente competitivo donde mayores y niños tuvieran acceso a su “gramo” instantáneo.
Pocos años después confesarían, a modo de documental disponible en su plataforma de streaming de confianza, que quizá, es posible, todo esto haya podido suponerles un dilema moral pero que ellos mismos, quienes nos metieron en esto, nos salvarían de las pantallas y su adicción.
Y al mismo tiempo, todo un sector profesional (hablo del diseño de interacción) haciendo escuela del mensaje: el diseño sin el business no es diseño, sin el KPI, sin el OKR, sin la dopamina, sin la conversión, sin el engagement, un diseño que no persuada, que no genere adicción, que no nos enganche para mantenernos siempre atentos, siempre a la expectativa, hasta hacernos sentir desnudos si olvidábamos el terminal en casa. Eso no es diseño.
Si tu producto no entiende el mercado y no reporta un beneficio económico de forma directa o indirecta tú no estás siendo un buen diseñador.
Y aquí estamos, algunas disidentes otras posiblemente navegantes en la corriente sin saber muy bien a dónde nos lleva, haciendo de internet y su fenomenología un marco pensativo, necesario en mi opinión.
Y al hacerlo tenemos que incluir a las redes sociales y por extensión todas las tecnologías de la información (las que crean, transforman, minan, falsean y destruyen información).
Las redes sociales han sabido replicar algunos de los aspectos más estereotipados de nuestros comportamiento, los han amplificado, y nos los han acercado mediante interfaces perfectamente diseñadas para reproducirlos sin pensar.
El problema es que hemos pasado del don’t make think, de Steve Krug que trataba de animarnos a simplificar la complejidad del desarrollo tecnológico para que éste fuese simplemente más accesible a más gente, al don’t let them think, que busca el uso constante de la tecnología sin reflexión ni mirada crítica, sin tiempo para pestañear.
Ahora, pasados los años, nos damos cuenta de otro detalle. Las redes sociales y sus interfaces son un escenario de una enorme significación política. Un lugar donde nuestros ojos dirigen nuestra atención y con ella, todo nuestro cuerpo.
Un cuerpo político (del que voy a hablar mucho) que presencia durante horas, entre condiciones y bucles, la corriente efímera de novedades, noticias falsas, personas-anuncio y granjas de bots (entre otras), a la que debe surfear para mantenerse a flote antes de que un nuevo modelo algorítmico lo ahogue.
Un cuerpo resignado que debe vender su tiempo y su mirada para convertirse en el dato, en el producto. Nos lo han dicho tantas veces que aburre. No nos importa ser el producto.
Somos cuerpos con vidas-trabajo, con casas-oficinas, con camas donde se hace el amor como recita Azahara Palomeque ‘si la ansiedad lo permite’. Somos cuerpos que se aburren más por obligación que por necesidad.
Obligados a continuar con la tarea repetitiva de estar presentes, disponibles, zoomeables, la tarea de crear para los demás el entretenimiento, cuerpos que esconden el glitch y celebran hackear el propio algoritmo que nos empuja hacia el fondo de una línea de tiempo fracasada. Pensada para ti, diseñada para ellos.
Una línea de tiempo, un timeline, que ‘es la clase’. Con todo un coro infantil repitiendo la lección ‘cuando el producto es gratis, el producto eres tú’. Cuando el producto eres tú, tú vales lo que diga el mercado.
¿Y cómo lo hacemos? Aceptamos cookies, términos y condiciones unilaterales, demostramos nuestra humanidad: que no somos bots, esos que nos exigen optimizar el rendimiento de nuestras máquinas para valorarlas mediante sistemas de los que no sabemos nada pero que nos darán derecho a ser encontrados por los anunciantes y alguna que otra persona despistada.
Y es que nos sentimos programados a clicar tantos botones e imágenes como sean necesarios para alcanzar cualquier cosa que nos distraiga, que nos entretenga, que nos enseñe en menos de un minuto y que nos aleje del no hacer nada: ese pozo de aburrimiento que pensamos que queremos evitar para no sentirnos inútiles, o como ahora lo llaman, poco productivos.
Estaremos siempre accesibles siempre contratables, siempre felices. Con miedo quizá de perdernos algo que no podemos dejar de mirar aunque no esté pasando aquí y ahora. Pero sobre todo con miedo a no poder opinar a tiempo o a no dar señales de vida para quienes nos ven como una columna de humo en una isla desierta.
Y siempre siempre con la sensación de sobremorir.
Lo peor es creer
que se tiene razón por haberla tenido
(dice valente)
o esperar que la historia devane los relojes
y nos devuelva intactos
al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase.
- Valente
Un tiempo, ese tiempo en que quisiéramos que todo comenzase, es un tiempo de recorrido circular, un bucle que devana relojes y que ya hemos vivido:
Era el efecto dos mil, era el si no estás en google no existes, la democratización de un internet que no nos olvidemos fue inventado sobre los cimientos de la militarización de la información.
Era la web 2.0, 3.0, el internet de las cosas, el big data… era todo lo mismo: un fenómeno de entusiasmo tecnológico (por quienes creen que saben lo que hacen), seguido de otro episodio de miedo social (por quienes no se creen capaces de entenderlo).
Un nuevo ciclo de crisis tardocapitalista, ése es nuestro aburrimiento.
El de las espectadoras de la decadencia ajena mientras desarrolla un punto ciego ante la propia. El aburrimiento de quien se frustra una y otra vez desarrollando una tecnología que no nos permite construir la identidad que queremos sino la que resulta vendible, comprable o intercambiable.
El aburrimiento de quien cierra todas sus cuentas en redes sociales sin derecho al olvido, de quien las abre de nuevo con la esperanza de encontrar algo diferente y a alguien diferente pero partiendo de las conexiones de siempre (tu agenda de contactos) con las mismas caras, los mismos filtros, los mismos trolls…
Pero todo siempre un poquito más precario, ya sea por el cansancio o por la desilusión instantánea.
Entre la oportunidad de empezar de cero “siempre la misma y siempre diferente” porque (como dice Ángel González) “si yo fuese dios / y tuviese el secreto / haría / un ser exacto a ti”, y el deseo de seguir siendo vistas con nitidez desde una nueva lente que igual deforma pero nos enmarca en la estética protésica adecuada a los tiempos.
Y en ese complejo de Dios e impostura estamos metidas, casi sin darnos cuenta. Ése es el aburrimiento.
Y esas somos nosotras conectadas, “una sociedad tecnológica que necesita una tecnología social” desde la que cambiar el status quo.
Parte II: Capitalismo cognitivo
Pero pronto empezamos en la época de la red mediada por el algoritmo.
Si nuestro ser y nuestro estar conectados nos aburren, es decir, si nuestro avatar y nuestra presencia online no son motivación suficiente para aumentar el tráfico de la red; ahora que odiamos a la gente por lo poco que nos entretiene, los hombres de negocios han descubierto que la tecnología puede servirnos para evitar el aburrimiento de las relaciones interpersonales (fuera y dentro de la pantalla) y seguir disfrutando del intercambio de atención por dinero.
Lo llaman creación de contenidos.
Contenido (o más bien pedacitos regurgitados de algo que no recordamos donde leímos ni donde vimos (porque pasó en un instante) pero ‘que está en internet y por lo tanto ya es nuestro’) creado por gente muy diversa: todas con conexiones de alta velocidad, dispositivos móviles de última generación, angloparlantes, con alto conocimiento técnico, completamente capacitadas, con casas luminosas, mismo color de piel, que construyen plazas de pueblo (a las que siempre llaman comunidad) para anunciar el advenimiento del nuevo producto que te llevará al éxito o hacerse simplemente eco de una noticia de dudosa fiabilidad.
La creatividad, la autoexplotación del intelecto y del cuerpo (no nos olvidemos) que vemos tras scrolls infinitos y que son mucho más interesantes que hablar, una vez más, de quién debe colgar la siguiente lavadora o qué preparamos hoy para comer.
Las conversaciones fuera de la pantalla, son “la monotonía de lluvia tras los cristales”. La convivencia es ese maestro, enjuto y seco, con un libro, probablemente un manual de instrucciones, en la mano. Y en el cuadro, bajo una mancha de vino, la última ola del feminismo y la última plaza del 15M.
El aburrimiento tiene un coste, es puro capitalismo cognitivo. Esa es mi tesis (sólo me ha llevado 20 minutos llegar a ella).
Sea o no voluntario, aburrirse en la interfaz es el nuevo el job to be done. Lo que creímos que era nuestra vía de escape ante la monotonía del quehacer laboral, no es más que el botón de las descargas eléctricas esas que se hicieron en el experimento del shock (donde demuestran que la gente preferiría el dolor a no hacer nada más que ensimismarse).
Cada chute de electricidad, cada refrescar, actualizar, notificar… nos permite escapar de la desidia por la ventana durante unos minutos y ocuparnos con más información, tareas pendientes, procrastinación involuntaria, sentimientos de culpa y abatimiento.
Y es que cada mensaje directo, mención, y reacción en una red social puede hacer sonar una caja registradora de silicio en algún despacho de Palo Alto.
Y para ello, qué mejor que alienarnos y crear muy dignas profesiones digitales con largas jornadas de trabajo y búsquedas incesantes de ideas originales y creativas ‘que nos encuentren trabajando’ pero trabajando de 9 a 5.
Y ahora que hablamos de creatividad…
La creatividad, en realidad, nos ha salvado y servido de vía de escape. La creatividad, el pensamiento divergente, la transgresión y el ingenio. Esa expresión original de las experiencias vitales que buscan asociar conceptos poco evidentes para resolver problemas simples y complejos.
¿Y ahora? ¿se supone que no debemos vivir de nuestro trabajo? ¿quién explota esta burbuja o estafa piramidal de quienes necesitamos la atención para ganarnos el pan?
Efectivamente, la tecnología en un nuevo caso de solucionismo y oportunismo ha resignificado lo único que nos hacía sentir un poquito humanos en un mundo de dígitos acelerados.
Sus loros estocásticos nos quieren demostrar que tampoco somos para tanto. Que hemos hecho tan bien eso de no hacernos pensar los unos a los otros, que ya lo que escribimos, diseñamos, dibujamos, grabamos en vídeo o editamos, si tiene dígitos nada de eso tiene valor.
Ahora, somos fáciles de imitar. La tecnología nos transformó para simplificarnos, generalizarnos y convertirnos en patrones estadísticamente reproducibles.
Somos clichés. Pero clichés productivos.
Y yo, que no sé si lo he comentado pero en 2015 fundé una asociación feminista en tecnología, Yes We Tech, que ha evolucionado mucho en los últimos años y que últimamente a mí personalmente me sirve de excusa para explorar las ideas de ciberfeministas como Sadie Plant, Remedios Zafra, Rosi Braidotti y Judy Wajman entre otras, vengo con una declaración de intenciones
No para acabar con el aburrimiento (no se me ocurriría) sino para acabar con quien lo explota y lo usa para mantenernos enajenados, distraídos e infoxicados y necesita un beneficio económico cada vez más inmediato (básicamente porque ha invertido en él y no quiere riesgos paradójicamente).
Y estas intenciones pasan por alcanzar un devenir posthumano crítico y relevante porque sabemos que la tecnología, las personas y sus sociedades permean constantemente.
Ya lo he comentado antes, no he estudiado filosofía ni ciencias sociales y mi ambigüedad y performance en esta charla es deliberada, pero el concepto de posthumanismo me parece acertado y preciso, siempre y cuando no caigamos en el transhumanismo trasnochado de Silicon Valley.
Ese que trata de construir juguetes (a golpe de capital riesgo) para crear identidades en base a capacidades donde desarrollar al nuevo superhombre como una oportunidad única que no hace más que reforzar la jerarquía especista e ignorar a todo ser humano no considerado como tal por razón de género, origen, capacidad o clase.
Yo confío en un posthumanismo, en cambio, que entiende que los discursos centrados en el hombre como concepto genérico, no son humanistas necesariamente, que las tecnologías aunque parezcan herramientas no son neutras necesariamente. Porque ¿qué hay de neutro en construir armas, o en diseñar coches o medicamentos seguros para un sólo tipo de cuerpo (un cuerpo, en esta ocasión lleno de privilegios)?
El posthumanismo entiende que el feminismo, el ecologismo y el anticolonialismo son perspectivas necesarias sobre las que comenzar a preguntarse ¿qué tipo de tecnología estamos creando?
Porque sabemos que la interfaz y el tejido que separan a la persona de la máquina a veces no es siempre visible y otras veces simplemente no existe.
Porque sabemos que la tecnología debe servir para transformar la identidad sí, sobre todo de aquellos cuyos cuerpos permanecen oprimidos por la norma social y el concepto de ‘lo natural’.
Porque somos cuerpos, lo he repetido mucho hoy y esta es la razón, cuerpos que se cansan, que envejecen, que fallan, que se aburren, pero también, cuerpos que imaginan, que desean, que crean, y que cuidan de otros cuerpos.
Esto que os cuento que suena casi más a manifiesto que a propuesta, está inspirado claramente en las múltiples reflexiones xenofeministas que se hacen necesarias en mi opinión en un plano de existencia digital.
Ya que el xenofeminismo rechaza la idea de lo natural mientras se imponga como un límite emancipatorio. Más aún cuando se contrapone a lo artificial para resaltar una barrera ficticia entre lo válido y lo defectuoso, que debe ser visiblemente reparado y juzgado ante los ojos de los demás para no llevar a nadie a engaños.
Y declara: lo biológicamente ‘dado’ no puede ser aceptado como determinista mientras siga siendo justificación de políticas de opresión con un sistema de clases donde los cuerpos reproductivos, la raza, la clase, o la capacidad física y cognitiva sigan cargadas de estigmas sociales y sigan sosteniendo culturas de la desigualdad.
Ése es el único devenir tecnológico posible. El único que nos permita ser más humanas y menos mercado.
Ser humanas, cyborgs, aliens y escandalósamente sintéticas para cultivar la libertad necesaria para reinventar las herramientas con las que ajustaremos nuestro concepto de normalidad hasta que estemos todas incluidas.
Parte III: Desbordar o parar
Y llegados a este punto pareciera que sólo nos quedan dos opciones, como dice Jorge Riechmann:
Morir de cansancio o de aburrimiento.
Cambiar para que nada cambie, o formar parte de esta feria universal donde continuamente ocurren cosas, y nunca pasa nada.
Los hay que mueren de cansancio
de todo lo que hay que cambiar para que nada cambie
y hay quien muere de aburrimiento
en esta feria universal donde continuamente ocurren cosas
y nunca pasa nada.
– Jorge Riechmann
Yo me resigno ante todo este tedio si os digo la verdad. Me resigno porque quienes hemos vivido en los márgenes del progreso tecnológico creo que no tenemos otra opción. No tenemos tiempo ni cuerpo para aburrirnos como liberación de la tarea que más nos urge.
Porque somos el tiempo que dedicamos a otras personas cuando las cosas (tecnología incluida) no funcionan. Cuando no somos la moneda de intercambio de los data brokers, cuando no miramos la interfaz, cuando no esperamos a que cargue ninguna página, o cuando no hablamos con máquinas que no nos entienden.
Pero también, y además, porque nosotras somos las otras. Las que existen artificialmente, esos seres virtuales programadas para cumplir la función, para recibir instrucciones, comandos y (ahora también) prompts. Encarnadas digitalmente para satisfacer las necesidades del hombre que nos ha diseñado desde su imaginario, como un fetiche, y no teme ya las consecuencias de la deshumanización.
Las otras somos nosotras también. La interfaz ya no es una frontera, sino una piel que nos permite sentir la presión desde un plano físico a uno digital y viceversa, la lluvia que cae fuera y dentro de la clase.
Todas nosotras somos y seremos quienes recodificarán las redes. Quienes reconstruirán identidades y quienes usarán la tecnología para lo que no fue diseñado.
Ahí está parte de esta revolución: hacer inútil el propósito para el que fue creado el artefacto hasta someterlo a las necesidades de quienes nunca fueron incluidas en su diseño.
‘Los límites de mi interfaz ya no serán los límites de mi mundo’.
Porque el mundo tecnológico no mira a quién deja atrás, es decir, a quienes no emprendemos, mano de obra poco cualificada, peones invisibles de fábricas inexistentes en países que nadie sabe señalar en un mapa, refugiadas de guerra, colonizadas por la racionalidad de quienes infunden el miedo (y creen tener la razón por haberla tenido), quienes vigilan nuestros movimientos y esperan que nuestros pasos se dirijan en línea recta.
En esa línea del tiempo que parece más la rueda del hamster obedientemente confinado en su cuarto (a veces propio y eso duele), en un tiempo ‘libre’ ese que sólo queda después de trabajar y de haber cumplido con el deber ciudadano.
Todas nosotras haremos lo que siempre se ha hecho: recuperar la historia, dominar la técnica, ocupar los espacios, apropiarnos de la fábrica (aunque nos quemen en ella), y reivindicar que se cumplan los derechos de todos los humanos.
Visibilizando lo opresivo, haciendo de lo privado algo colectivo (y le pondremos un hashtag para que tenga valor y no te lo pierdas).
Renunciaremos a la suerte del anonimato en el ciberespacio (aunque para ello haya que poner nuevamente el cuerpo) y aprovecharemos lo único que vale para el capitalismo cognitivo: la hipervisibilización de la identidad propia, de la intimidad, de la denuncia masiva para satisfacer a los ojos que miran y tocan nuestros botones a cambio de dinero.
Todo menos aburrirnos.
Antes moriremos de cansancio, que abandonarnos al hastío de una cadena de conexiones cuyo ánimo tiene una línea editorial marcada que pasa del hype al beef, del meme (gracias internet) a la excitación que sentimos porque nos aleja de lo verdaderamente importante: ya no hay pandemias, ni guerras ni apartheid, no hay pobres, no hay vertederos ni cambio climático, no hay gente alrededor que nos moleste o nos aburra porque puedo apagar la pantalla cuando quiera y se callan. Pero votan.
Nos cansaremos, revolución tecnológica tras revolución. Nuestras máquinas de tejer volverán a convertirse en teclados, una y otra vez, volverán a crear y programar las redes cuantas veces sean necesarias. Aunque no resulten racionales, ni lógicas. Serán colectivas y auténticamente creativas.
Estarán disponibles para proteger a quien caiga por necesidad o por aburrimiento, a quienes son convertidos en capital, despojado de su subjetividad en esta tarde ‘parda y fría de invierno’ tecnológico.
Una estación plagada de promesas y amenazas. De políticas que huyen de la regulación pero censuran a los competidores si no comparten nación, culturas que patentan pero plagian, que inventan desde el expolio, la apropiación cultural y el robo de la creación artística que sólo puede desarrollarse, publicarse y rentabilizarse desde sus plataformas donde sólo valen sus términos y condiciones.
La innovación es un gran modelo de negocio, con millones de prosumidores distribuidos por todas partes, mal pagados y atentos a sus pantallas listos para hacer clic en el próximo enlace que los lleve a ninguna parte.
Y termino con las preguntas con las que quizá debí haber empezado y que espero que ahora tengan más sentido (espero sobre todo que me ayudéis a encontrar una respuesta).
El bucle
¿Hay sitio para una tecnología verdaderamente emancipatoria (que no nos aburra)? ¿Una tecnología que acabe con las estructuras de opresión, que amplíe nuestras libertades, y a la que todo el mundo tenga acceso?
¿Una tecnología que no interrumpa constantemente una monotonía y atención necesarias que son las que nos ayudan de verdad a introducir los estímulos pertinentes para viajar el próximo lugar en el que queremos estar, no porque nos empujen sino porque aprendimos a movernos?
Una tecnología y una sociedad sin bucles infinitos de clics insignficantes que se repiten, de mirar tras la lente del píxel, del ser likeados, esclavos de lo efímero que ha de dar paso a lo siguiente rápidamente, de mirar el correo, de segundos cerebros llenos de literatura gris, de frases motivadoras, de compromisos que no se pueden rechazar porque pagan con visibilidad.
Un bucle de tres turnos, donde la vida sólo parece suceder entre intersticios, donde no encontramos tiempo propio ni para la confrontación. Porque es en ese bucle (qué bien escribe Zafra estas cosas) donde somos frágiles.
Un bucle del que tendremos que aprender a identificar la condición de parada o al menos la secuencia de instrucciones que lo desborden.
Y en este bucle es donde me encuentro.
En unas horas comenzaré un viaje de regreso a casa, subiré a un avión en el que no es peligroso encender el móvil, desde luego no tanto como lo es hacerlo en una gasolinera. Y en el que estaré tranquila por disponer de cobertura y datos para enfrentarme con libertad a la más estúpida pero trascendental de las decisiones del día: dejarme llevar por la adicción de la red y evadirme de mi aquí y ahora, o aburrirme (sin que nadie lo sepa) simplemente porque puedo permitírmelo.
Muchas gracias.
Una nota final (Octubre, 2025): el avión de vuelta que tomé tras este no-evento fue el 7 de octubre de 2023, acostumbrada a vivir al horror desde 1948 en Palestina, nunca pude imaginar lo que vendría después. No he dejado de llorar desde entonces y esta es una de las razones, entre otras, por las que me ha costado tanto publicar esta charla de forma completa hasta el momento ✌️ 🍉
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